Esta economía selectiva de la compasión produce un segundo tipo de efecto en lo que concierne la percepción de la violencia de Estado occidental. Los discursos comunitaristas o racistas tienen la particularidad de poner ruidosamente en escena la violencia que despliegan. A la inversa, el discurso moderno y humanista se ofusca en relación a su propia violencia. ¿Quién tiene una idea, incluso aproximada, del número de muertos generados por la guerra estadunidense en Afganistán en 2001, por la de los Estados-Unidos y el Reino Unido en Irak en 2003 o todavía por la intervención francesa en Malí en 2013? Puede que más de alguna de esas guerras haya sido legítima pero el hecho de que nadie sea capaz de dar una estimación al número de muertos que éstas generaron tiene que interrogarnos. En estos momentos de desbordamiento por las emociones, sería interesante pensar en todos los precedentes y en esas muertes, que vendrán, que no vamos a llorar.
By Mathias Delori (traducido por José Guerra)
Una fuerte sensación circula desde el atentado perpetrado contra la redacción de Charlie Hebdo: estamos viviendo un “11 de septiembre francés”. Si dejamos de lado la cuestión del volumen (tres mil muertos aproximadamente de un lado, une docena del otro), el paralelismo entre los dos eventos sale a relumbre con mucha fuerza. En los dos casos, los atentados fueron perpetrados por personas reclamándose del Islam. Personas civiles y símbolos de la modernidad occidental (la prensa aquí, el capitalismo allá) estuvieron bajo la mira. Al final de cuentas, ponen en obra una estrategia “terrorista” en el sentido de provocar un sentimiento de miedo en el país. Esta idea según la cual estamos frente a un “11 de septiembre francés” floreció bastante en las redacciones. Esto conduce a que los comentadores se interroguen sobre las lecciones por aprender del 11 de septiembre estadunidense y, más generalmente, sobre la actitud a adoptar frente a esta “amenaza”.
Con respecto a esto, dos interpretaciones parecen estructurar el debate público. La primera, exageradamente racista, afirma que el Islam declaró la guerra a Occidente y que este último está en derecho de defenderse. Eric Zemmour, Michel Houellebecq y otros islamófobos van a precipitarse con certeza en la brecha en los próximos días. El corolario de esta visión del mundo es el miedo o el odio del Islam, miedo y odio que las personas anteriormente citadas no recusan. La segunda interpretación invita, por el contrario, a no repetir la amalgama entre Islam y terrorismo y hacerle la guerra solamente a este último. Esta aproximación, dominante en los discursos oficiales y en las editoriales de los periódicos “mainstream”, es más atenuada que la primera en la medida en que ella denuncia la grosería de la operación que consiste en asimilar millardos de individuos a los actos de un puñado. Se presenta, además, como “humanista” en el sentido en que condena las ideologías rencorosas e invita a condolecerse, pacíficamente, en solidaridad con las víctimas de los atentados.
Aunque sean diferentes en un primer análisis, estas dos interpretaciones presentan por lo menos un punto en común: su dimensión muy emocional. Efectivamente, no se fundan solamente sobre razonamientos articulados pero también sobre una constelación (diferente) de sentimientos y afectos. De un lado, los islamófobos groseros son animados por emociones negativas: miedo y odio del otro, instintos revanchistas, etc. Por otra parte, los “humanistas” parecen atravesados, primero y ante todo, por emociones positivas: compasión y simpatía por las víctimas, vínculo con “grandezas” positivas (libertad de prensa, la democracia liberal, la república, etc.). La dimensión emocional de estos dos cuadros de interpretación se da a conocer en el espacio público cuando un grupo de personas quema pasionalmente un Corán y cuando otros convergen hacia las plazas de la república, con los ojos rojos, para un momento de recogimiento. Estos dos tipos de escenario han marcado el imaginario estadunidense después del 11 de septiembre. Internet y los medios de comunicación franceses reproducen en bucle su equivalente francés desde el 7 de enero.
El carácter público y colectivo de las reacciones emocionales nos recuerda que las emociones son todo salvo reacciones espontáneas. En efecto, esos sentimientos que nos parecen muy personales, muy íntimos, muy “psicológicos” son en realidad difundidos por los cuadros interpretativos de los medios de comunicación que los generan, los regulan y les dan un sentido. Detrás de las emociones se esconden discursos, perspectivas y partidos tomados morales y políticos, importantes para comprender la naturaleza y para medir sus efectos. Ahora bien, ¿qué lecciones podemos tirar de esta observación muy general sobre el carácter socialmente construido de las emociones et de lo que podríamos llamar el “precedente estadunidense”?
La filósofa Judith Butler se interesó en las reacciones emocionales a los atentados del 11 de septiembre 2001 en los Estados-Unidos[1]. Ella señaló que esas reacciones se articularon según las dos dimensiones evocadas con anterioridad: la dimensión negativa generadora de odio, de miedo y de deseo de revancha y la dimensión positiva invitando a la compasión y a la indignación moral frente al horror. J. Butler se interesó principalmente en la segunda porque no tiene, en la apariencia, el carácter belígero y grosero de la primera. Sus conclusiones podrían interesar a aquellas y aquellos que se inscriben en el cuadro humanista, que afirman “ser Charlie” y quieren pensar en el sentido de sus gestos políticos.
La primera observación de J. Butler trata sobre el carácter extraordinariamente selectivo de esos sentimientos de compasión. Ella apunta que el discurso humanista organizó la conmemoración de las 2 992 víctimas de los atentados del 11 de septiembre sin encontrar palabras ni afecto por las víctimas, incomparablemente más numerosas, de la guerra estadunidense contra el terrorismo. Sin negar que ella misma participó “espontáneamente” a estas escenas de conmemoración, J. Butler se hizo la siguiente pregunta: “¿Cómo se hace que no nos den los nombres de los muertos de esta guerra, incluidos aquellos matados por los USA, aquellos que no tendremos jamás una imagen, un nombre, una historia, jamás el mínimo fragmento de testimonio de su vida, algo para ver, tocar, saber?”.
Esta pregunta retórica le permite apuntar con el dedo el hecho de que mecanismos de poder potentes se camuflan detrás de estas escenas aparentemente anodinas y (literalmente) simpáticas de compasión con las víctimas de la violencia terrorista. Estos mecanismos de poder salen a la luz en lo que podríamos llamar la paradoja del discurso moderno y humanista. Aunque ese discurso acorde a priori un valor igual a todas las vidas, organiza en realidad la jerarquización de los sufrimientos y la indiferencia de hecho (o la indignación puramente pasajera), comparado con algunas muertes: los muertos de la “fortaleza Europea” (19 144 desde 1988 según la ONG Fortress Europe) y los niños de Gaza – para tomar dos ejemplos estudiados por Butler – o también las 37 personas asesinadas en un atentado en Yemen el día mismo de la tragedia de Charlie Hebdo, para tomar un ejemplo más reciente.
El corolario práctico de esta observación es que esas ceremonias de conmemoración no son triviales. Detrás de su pantalla de neutralidad positiva, son actos simbólicos interpretativos. Esas ceremonias nos enseñan cuales vidas conviene llorar pero también y sobre todo cuales vidas permanecerán excluidas de esta economía moderna y humanista de la compasión.
Aplicado a la actualidad francesa, el estudio de J. Butler aporta un esclarecimiento a la reacción oficial y dominante – es decir “humanista” y “compasiva” – al drama de la redacción de Charlie Hebdo. Este análisis invita a descentrase e interrogarse sobre los efectos del discurso y gestos de compasión. Ahora bien, no es seguro de que los efectos evocados por los partidarios de este discurso sean los más importantes. Nos explican que esos discursos de simpatía y esos gestos de compasión pueden ayudar a las familias de esta tragedia a superar su luto. Pero estas familias (y los lectores de Charlie Hebdo que se entablaron lazos de apego a esas víctimas), ¿no preferirán hacer este trabajo en su intimidad? Nos dicen luego de que esos discursos y esas acciones son una manera de reiterar el principio de la libertad de expresión. ¿Pero quién piensa realmente que este derecho fundamental esté amenazado hoy en día en Francia, especialmente cuando éste consiste en caricaturar a la población musulmana que es – y que quedará probablemente en los momentos que vendrán – frecuentemente burlada, caricaturada y estigmatizada?
El trabajo de J. Butler nos enseña que esos discursos y maneras de actuar producen más ciertamente efectos belígeros. Efectivamente, nos equivocaríamos si pensáramos que las guerras y la violencia no toman raíces solamente en las emociones negativas. Al contrario de una idea fuertemente difundida, el odio del “boche[2]” y del “Franzmann” no fue el primer motor de la Primera guerra mundial. Esa guerra se enraízo primero en los sentimientos los más positivos que hay: la compasión por las víctimas nacionales de las guerras pasadas, el apego a la comunidad nacional o aún el amor a grandezas tan universalistas como la “civilización” en Francia o la “Kultur” en Alemania.
Tenemos derecho a pensar que la guerra contra el terrorismo islamista es una guerra legítima. Pero es importante ser consciente de una realidad estadística. En treinta años, el terrorismo islamista ha terminado con aproximadamente 3 500 víctimas occidentales, o sea, en promedio, un poco menos de 120 anuales. Esos 120 muertos anuales son 120 catástrofes personales y familiares que ameritan reconocimiento. Este número es sin embargo bien inferior a por lo menos otros dos: 9 855 (número de muertos por armas de fuego en los Estados-Unidos en 2012) y 148 (el número de mujeres asesinadas por su pareja en Francia en 2012). Esta necro-economía (E. Weizman) es muy fría sin duda. Nos enseña sin embargo que nuestras actitudes políticas están empañadas por nuestra sensibilidad diferenciada con respecto a la violencia. En efecto, nadie tendría la idea de lanzar bombas de 250 kg sobre las casas de los autores de homicidios en los Estados-Unidos. Asimismo, ningún jefe de gobierno pensaría en decretar el Estado de excepción después de haber sabido del número de muertes sexistas e intrafamiliares en Francia. ¿Por qué este unanimismo, en los periódicos de esta mañana, en lo que concierne la necesidad de no bajar las guardias en el marco de la guerra (militar y no metafórica) contra el terrorismo islámico?
Esta economía selectiva de la compasión produce un segundo tipo de efecto en lo que concierne la percepción de la violencia de Estado occidental. Los discursos comunitaristas o racistas tienen la particularidad de poner ruidosamente en escena la violencia que despliegan. A la inversa, el discurso moderno y humanista se ofusca en relación a su propia violencia. ¿Quién tiene una idea, incluso aproximada, del número de muertos generados por la guerra estadunidense en Afganistán en 2001, por la de los Estados-Unidos y el Reino Unido en Irak en 2003 o todavía por la intervención francesa en Malí en 2013? Puede que uno y otra de esas guerras haya sido legítima. Pero el hecho de que nadie sea capaz de dar una estimación al número de muertos que éstas generaron tiene que interrogarnos. En estos momentos de desbordamiento por las emociones, sería interesante pensar en todos los precedentes y en esas muertes, que vendrán, que no vamos a llorar.
Mathias Delori es un investigador francés del Centro Nacional de la Investigación Científica (CNRS) en el Centro Émile Durkheim de Sciences Po Bordeaux. El autor nos cedió gentilmente los derechos de un su texto para su reproducción en otras lenguas. El texto original está disponible en: http://blogs.mediapart.fr/blog/mathiasdelori/080115/ces-morts-que-nous-n-allons-pas-pleurer
[1] BUTLER Judith, Precarious Life: The Powers of Mourning and Violence, Verso, London, New York, 2004
[2] Insulto utilizado en Francia para designar a un alemán.